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Alain contempló sus enloquecidos e insondables ojos de ámbarnegro.
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Del cuello le colgaba únicamente un hilo de ámbarnegro, modesto y precioso al mismo tiempo, como ella misma.
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Y sus miradas escrutadoras brillaban de extasiada curiosidad, y en sus ojos de ámbarnegro ardían centenares de granjas.
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A su lado dispusimos una espada y la celada del casco con paños blancos; en las manos, unos guantes de ámbarnegro.
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Estaba examinando un alfiler de sombrero con una aguja peligrosamente larga y puntiaguda y una preciosa cabeza de ámbarnegro, cuando sonó el móvil.
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Entonces, los antiguos instintos fluían a raudales y sus viejas aspiraciones y experiencias quedaban incrustadas en ámbarnegro, completamente muertas, sin merecer siquiera el olvido.
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Alzó la vista y vio que la nave ámbarnegra había cambiado su curso.
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Solo los Maestros tenían derecho a una silla en el Salón de ÁmbarNegro.