El sol inclemente de la frontera le obligó a cerrar los ojos.

Era verano y Granada padecía un calor infernal bajo un sol inclemente.

Un sol inclemente arrancaba ya reflejos metálicos en los suelos de mármol.

Y estaba ahí, caminando bajo un sol inclemente que alargaba las sombras.

El animal pastaba, ajeno al sol inclemente que caía sobre su cabeza.

El humo negro, espeso y grasiento, no dejaba ver el sol inclemente.

Era el único lugar que conocía y aguardé a pesar del sol inclemente.

El sol inclemente no le concedía ni un momento de tregua.

Tardaba casi cinco años en orbitar alrededor de un sol inclemente.

Había convertido unas hojas de palmera en una sombrilla contra el sol inclemente.

La tierra árida y el sol inclemente tornaron ilusorio un rescate.

Era como nadar en la luz pegajosa de ese sol inclemente de Mexicali.

Vulkan alzó la mirada hacia el brillo de un sol inclemente.

Sin protestar cuando nuestra piel se quemaba bajo aquel sol inclemente.

Todavía llevaba el largo velo, de un brillo cegador bajo el sol inclemente.

Sobre él, el brillo de un sol inclemente blanqueaba la arena.