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El castillo estaba en un lugar absolutamente fuera de todo abrigaño.
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Pero el sol de media mañana permitía sentarse ante un velador a un abrigaño, y conversar.
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Pero el zócalo de la elevada construcción broncínea servía de abrigaño a los mendigos y las vendedoras de fruta magullada.
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El día, absolutamente despejado, con un sol rutilante -implacabley pugnaz en los abrigaños-no presagiaba nada bueno.
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Unos, sujetando a las cabras por el hocico, inmóviles ante los abrigaños, hacían mamar a los mansos corderos.
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El viento había barrido casi por completo la nieve, que solo quedaba en los abrigaños, y avanzábamos deteniéndonos a cada paso para poder encontrar huellas.